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domingo, 24 de junio de 2012

Una Isla (Alejandro Dolina - Bar del Infierno)

Según Claudio Eliano, Anostus es una isla situada en la entrada del Mediterráneo, no lejos del estrecho de Gibraltar.

  Allí no puede saberse si es de noche o de día. Una bruma luminosa produce el efecto de un ocaso perpetuo.

  Hay también dos ríos en cuyas márgenes crecen árboles frutales. Los que se hallan junto al río del dolor dan frutos que producen pena: el viajero que los prueba pasa el resto de sus días en un hondo padecimiento. Los frutos de los árboles del río del placer dan al que los muerde un goce cierto pero que no dura casi nada.

  El navegante portugués Lourenzo Gonçalves anduvo por allí muchas veces, y declaró que el dolor prolongado y el placer efímero no eran una propiedad de los árboles, sino de los hombres.

viernes, 9 de marzo de 2012

Mascaras (Alejandro Dolina - Bar del Infierno)

  Según cuentan algunos, el corso de la avenida La Plata, en Santos Lugares, era utilizado frecuentemente por ángeles y demonios cuando tenían que cumplir alguna misión terrestre. Solía decirse también que entre todas las máscaras del corso, una era el diablo. Los hechiceros de Lourdes y Villa Lynch aprovechaban aquellas jornadas para suscribir convenios de toda clase con los poderes de las tinieblas. Tras las caretas espeluznantes se ocultaba el verdadero horror de las caras del mal. 
  Los hombres sensibles de Flores solían pasearse por allí tratando de reconocer el sello de las Legiones, o bien gritando frases ingeniosas en el oído de las muchachas. Cada vez que sospechaban el carácter sobrenatural de algún enmascarado, comenzaban a acosarlo tratando de provocar alguna reacción reveladora. 
Nunca tuvieron suerte. Las mascaritas eran muy diestras en la ocultación de investiduras infernales o eran, lisa y llanamente, sifoneros o ferroviarios disfrazados de Mandinga. 
  Una noche, un mozo alto, vestido de Arlequín, les pareció el finado Antúnez, un pintor de la calle Morón que llevaba diez años muerto. 
Indagada a fondo, aquella máscara negó terminantemente la identidad que se le atribuía. El ruso Salzman, a quien Antúnez le debía sesenta pesos, exigió al hombre la exhibición plena de su rostro y la devolución de la suma precitada. El finado Antúnez huyó a la carrera y se perdió entre los vagones de los talleres del ferrocarril. 
  En la última jornada de aquellos mismos carnavales, una figura cubierta con una capa negra se acercó a Manuel Mandeb, que había llegado solo hasta el extremo del corso. 
  —Soy la Muerte —dijo. 
  Mandeb señaló su mediocre indumentaria de pirata y declaró que era el Capitán Morgan. La figura insistió. 
  —Disculpe. No ha sido mi intención dar título a mi disfraz. Soy la Muerte, más allá de cualquier metáfora. Y si me permite la franqueza, vengo a llevármelo. 
  Manuel Mandeb entornó los ojos y levantó el índice, como quien se apresta a una refutación. Después dio media vuelta y salió corriendo por avenida La Plata en dirección a Rodríguez Peña. Al cabo de una cuadra y media de persecución, la figura lo alcanzó. 
  —Déjese de payasadas —dijo jadeando—, venga conmigo. Lo único que falta es que me haga un escándalo en plena calle. 
  —Me va a tener que arrastrar —gritó Mandeb, muerto de miedo— Además, me parece que usted no es más que un sifonero, o quizás un ferroviario disfrazado. 
  La Muerte alzó un brazo y Mandeb quedó helado. Quiso moverse, pero no pudo. 
  Tal como suele ocurrir en estos casos, pasaron por su mente los episodios principales de toda una vida. Mandeb advirtió, sin embargo, que esa vida no era la suya. Se atrevió a una objeción desesperada. 
  —Me parece que usted está buscando a otra persona. 
  —Yo busco al que encuentro. Nadie es otra persona. 
  —¿No podría ir a morirme a un lugar más discreto? Aquí está lleno de gente y si hay algo que no soporto es estar muerto en medio del corso de avenida La Plata, frente a una muchedumbre de curiosos. 
  —¡Basta! No trate de ganar tiempo. 
  En ese momento apareció una muchacha deslumbrante vestida de ángel. Era Beatriz Velarde, el amor imposible de Mandeb, la novia ausente, la mujer que lo había amado sólo por un rato. Lucía unas alas de color celeste y un antifaz de plata ocultaba sus ojos. Mandeb la reconoció por las tetas. 
  —¿Qué es lo que pasa? —dijo el ángel. 
  —Soy la Muerte y vengo a llevarme a este caballero. 
  El ángel se acercó a Mandeb y lo besó en la boca. 
  —Muy bien. Ahora no te lo podrás llevar. Si un ángel besa a un moribundo, la Parca debe retroceder. 
  La Muerte miró largamente a Beatriz Velarde. Era difícil no confundirla con un ángel. Sin decir una palabra, dio media vuelta y desapareció detrás de una murga. Mandeb quiso tomar la mano de Beatriz, pero ella le tiró una serpentina y salió corriendo. 
  Durante el resto de la noche, el pensador de Flores buscó infructuosamente al ángel por todo el corso. Se asomó a la pizzería "Los ases", revisó los palcos, entró en la heladería "Pololo", preguntó a sus amigos. Ya era de día cuando llegó a su casa. 
  Después, durante toda su vida, siguió buscando a Beatriz. Pero ella no volvió a besarlo nunca más